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Espirituanos frente a la COVID-19: En la línea del peligro

Tomado de Escambray

El personal que ha laborado en contacto con casos sospechosos de la COVID-19 —fundamentalmente en el Hospital Provincial de Rehabilitación Faustino Pérez— hoy se halla en aislamiento. En exclusiva a Escambray algunos de esos protagonistas narran las historias vividas.

—Doctora, doctora, ¿por qué usted no me inyectó? A Dinorah Rodríguez Rodríguez el pedido de aquel pequeño de cinco años todavía le arranca lágrimas. Ese día no era su paciente: ella inyectaba a la mamá del infante mientras que el otro enfermero le ponía el Interferón a él.

Pero con aquel traje verde de pies a cabeza, con el gorro que le cubría el pelo —y hasta las canas que crecieron esos días tanto como las experiencias—, el nasobuco y los espejuelos por debajo de las gafas plásticas, el niño aquel —confirmado entonces con la COVID-19— no podía sospechar que aquella señora era la enfermera que cumplía religiosamente todos los medicamentos que él debía tomar, como tampoco intuía que cada pinchazo le dolía casi más a ella que a él.

Quizás sería porque le recordaba a su nietecita de dos años que en su lenguaje de afectos cada vez que la llama le pide: Tuítate, Tota. Por eso, tal vez, ha preferido siempre atender a los adultos mayores —con los que ha trabajado buena parte de los 34 años que lleva como licenciada en Enfermería— y lo confiesa sin tapujos: “Es que yo soy muy llorona con los vejigos”.

Mas, cuando en el Hogar de Ancianos de su Vitoria natal, en Yaguajay, donde trabaja, comunicaron de la necesidad de atender a los casos sospechosos de padecer la COVID-19 que se hallan ingresados en el Hospital Provincial de Rehabilitación, no titubeó ni un segundo: “Sabía del riesgo que corría, pero yo soy de la primera fila siempre. Además, uno se muere una sola vez”.

Y lo extraña ahora que lleva unos cuantos días —junto a más de una veintena de profesionales de la Salud, fundamentalmente de Yaguajay, con los que compartió labores en esa institución hospitalaria— aislada, como dicta el protocolo, en el Hotel Rancho Hatuey, devenido una especie de cobija para muchos salvadores.

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“Cuando llegan los resultados ves al doctor que va a informar el que es positivo y el cuerpo se te desploma”, evoca Anicia.

EN AISLAMIENTO

Ninguno se acostumbra a tantos cuidados; no se trata de ingratitudes. Se debe, acaso, a que raras veces se pasa de enfermero o médico o paramédico o auxiliar a paciente. Ha sido vivir en carne propia el tratamiento que antes administraban a otros. Y es el Interferón un día sí y otro no; y son las náuseas, los escalofríos, el dolor en las articulaciones que provoca casi siempre; y es el termómetro varias veces al día y la toma de la tensión arterial; y son las horas que parecen multiplicarse ante tanta inactividad.

“Aquí están en cuarentena durante 14 días —dice Jenny Fernández Serrano, jefa de la sección de Estomatología de la Dirección Provincial de Salud, quien ahora se halla al frente de lo que han llamado centro de descanso—. Al terminar de trabajar en Rehabilitación y antes de ingresar aquí se les hizo test rápido, que en todos los casos fueron negativos, y hasta ahora se hallan asintomáticos.

La solidaridad también ha ido contagiando. Hasta las habitaciones donde se encuentran estas personas llegan cada día para llevarles desde los alimentos hasta la medicina que necesiten, no solo los trabajadores del Hotel Rancho Hatuey, sino miembros del Cuerpo Provincial de Salvavidas que por estos días salvan tierra adentro.

Lo hacen lo mismo en esta instalación turística que en la Escuela Elemental de Arte Ernesto Lecuona, otro de los lugares habilitados en la provincia para la atención de los profesionales de la Salud que han laborado con casos sospechosos de la COVID-19. En este centro educacional también se asiste a más de una docena de profesionales sanitarios.  

En cada una de esas instalaciones se garantiza con exactitud londinense el cambio diario de todo el avituallamiento que requieren estos casos y el personal que los atiende para extremar las medidas de seguridad.

Pero adentro de aquellos locales donde no suele faltar casi nada, lo único que se propaga es la nostalgia, aunque lleguen como bálsamos de vez en vez las llamadas telefónicas, aunque el nasobuco permita ir descubriendo por medio del asomo de los ojos la entereza del compañero de cuarto, aunque no se curen tan fácil los deseos de estar al pie del paciente.

“Ya yo ni me acuerdo de los días que llevamos aquí —asegura Dinorah—. Lo que cuenta son los que nos quedan, no los que vamos dejando atrás”.

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“Sabía del riesgo que corría, pero yo soy de la primera fila siempre. además, uno se muere una sola vez”, afirma Dinorah.

AL REGRESO

La tranquilidad del centro de descanso a la enfermera Anicia Acosta Campos le recuerda a Júcaro, esa comunidad que se encuentra a nueve kilómetros de Yaguajay —que suelen multiplicarse si se recorren en coche de caballo como anda ella—, donde conoce hasta los resabios de las 198 personas que atiende en el Consultorio Médico No. 16.

Aunque aterrizó en agosto pasado de cumplir misión en la República Bolivariana de Venezuela no iba a negarse a enrolarse en esta otra: laborar con las personas presumiblemente contagiadas por la COVID-19.

“Estoy en esta contienda —afirma— que ha sido fuerte e inolvidable. Llegas a atender a personas que supuestamente están sanas, pero al momento se pueden complicar; es muy duro. Cuando llegan los resultados ves al doctor que va a informar el que es positivo y el cuerpo se te desploma, te embarga una tristeza”.

Y están también los riesgos, pese a que importen menos ante el deber de atender a otros. “Puedes contagiarte, no digo que no, pero hay que estar atento a las medidas de seguridad”.

Lo sabe también Raúl Castro Olivera, quien pasó un mes limpiando los cubículos del Hospital de Rehabilitación y no puso doble colcha para no exagerar.

“Me ponía el uniforme y arriba dos batas, dos nasobucos, gorro, guantes, botas —confiesa Raúl, que normalmente trabaja como auxiliar y asistente de la sala de psiquiatría y la de Crisis en el Hospital General Provincial Camilo Cienfuegos—. Yo vine a trabajar aquí por humanidad. En todo trabajo hay riesgos, pero hay que hacerlo y la higiene es el todo en la vida”.

Por humildad les cuesta saberse imprescindibles, porque es costumbre desvelarse por otros en lugar de que velen por ellos. Para creerlo Dinorah tendrá que ver con sus propios ojos lo que los vecinos le han dicho por teléfono: que en su calle, allá en Vitoria, a las nueve de la noche todos salen y aplauden y gritan y lloran por ella.

Los días van acortando distancias. No habrá ni besos ni abrazos, lo saben, ni para María —la hermana a la que adora Raúl—, ni tan siquiera para Coty, la cotorra que echa de menos Anicia; mas, bastará sentarse en la guagua y partir y llegar, luego, para ver los ojos llorosos de la vecina y el jarro que se le sale de la mano con el café; bastará tan solo poner un pie en el hogar y regresar, otra vez, a salvo.  

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