martes, abril 23El Sonido de la Comunidad
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Llevo 30 años viviendo en el monte (+fotos)

Vilma Pérez Baños es una singular mujer que tiene su mundo en los más intrincados parajes de El Médano, en la costa sur de Sancti Spíritus. El el monte ha vivido siempre y allí piensa morirse. El Día Internacional de la Mujer Escambray cuenta su historia

sancti spiritus, 8 de marzo, fmc, tunas de zaza

Hago horno, carbón, muchísimos, pico la leña, lo armo, lo tapo, le pego candela, lo recojo, cuenta Vilma. (Fotos: Elsa Ramos/Escambray)

La lancha surca el agua y el monte. Quedan atrás unos 3 kilómetros desde tierra, allá donde el río Zaza va al encuentro cotidiano con el mar, en las cercanías de El Médano. Al llegar a ese cayo singular, la sonrisa con que esta mujer te recibe paraliza algo más que los motores

“Llevo 30 años viviendo en el monte”, te dice y suelta una carcajada que llena la tarde en medio de los manglares.

Te asustas más con la confesión de bienvenida, ya con el café hirviendo en su fogón de leña y la comida a medio hacer: “Esto aquí está riquísimo y me siento tan feliz”.  

Le crees cuando Vilma Pérez Baños vuelve a reír y te enseña con orgullo su vara en tierra, un rancho a medio hacer. Ella, que lee mi extrañeza, no deja que mi pregunta caiga sobre su piso de tablas raídas, tanto como las paredes: ¿Qué le encuentra de rico, tan lejos, rodeada de agua, lagunas, mosquitos?: “¡Ay!, mi’ja, la tranquilidad, la paz”.

“La historia mía es larga”. Y complicada también; lo supe después: “Aquí llegué por necesidad, quedé huérfana de madre a los 10 años, dejó cinco huérfanos, después mi esposo enfermó de un carcinoma en la fosa nasal izquierda y estuve 28 años en los hospitales, en ese tiempo me ayudó mucha gente, médicos, enfermeras, había que buscar de donde no había, pasé mucho trabajo, sufrimiento porque tenía cuatro muchachos y, entre hospital y hospital, venía aquí al cayo, a luchar, a guapear.

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Por casi 30 años, Vilma ha sorteado la soledad del cayo donde su rancho es su paraíso.

“Eso era monte como tú ves por ahí para allá”, dice y muestra los manglares tupidos y el mar que respira tranquilo, esta vez. “To’ esto lo chapeé yo solita, lo arreglé, yo misma hice mi casita, incluso, me caí, me jodí la costilla, pero me paré, seguí clavando y aquí me ves, vivita y coleando”.

Y fuerte, como los árboles que la rodean. A fuerza de trabajo Vilma le puso su nombre a la cala, un área protegida de Flora y Fauna, donde se preservan manglares, especies marinas como el camarón, la vida: “Yo no sé decirte lo que yo no sé. Esa cala la hice a mano, a machete, es una zanja que uno hace, es trabajoso y duro. Pesco a atarraya también, cogimos 96 robalos mis hijos y yo, a cordel, después con mi nieta cogimos 46, eso tira y jala, tira y jala, a mí no hay quién me gane, ni los hombres”.

Hay más. “Hago horno, carbón, muchísimos, pico la leña, lo armo, lo tapo, le pego candela, lo recojo”.

De pronto, me brinda sal, una sal fina y blanquísima. “La única que hace sal por todo esto soy yo”. Y me lleva hasta su “fábrica” cuando huele mi incredulidad: “Hice el pozo, bien profundo pa’ bajo que cabe el hijo mío que tiene como siete pies, hice el manantial que va manando el agua y voy echando con el cubo para la tártara que tiene agua y todo, le echo candela con leña, la hiervo, dejo que cuaje y ella va secando, la echo en los coladores y la escurro, en un día puedo hacer cualquier cantidad, hasta las nueve de la noche me cogen aquí con la luna”.

Mientras habla, el gallinero se revuelve. Es hora de comer y Vilma esparce los granos y aprovecha para regar el agua dulce, que trae a veces al hombro o aprovecha cuando su hijo le trae el hielo: “Tengo aquí muchas gallinas y, como ves, tengo matas de naranja agria, mamoncillo, ciruela, uvas, almendras, cocos, boniato”.

Por casi 30 años, Vilma ha sorteado la soledad del cayo donde su rancho es su paraíso. En la barbacoa, una cama donde descansa sus andares y un mosquitero que espanta los jejenes y cobija sus tristezas, porque también las tiene, como las lágrimas: “Sí, he llorado, cuando estoy triste, cuando pasa algo que no debe pasar, lloro, pero nadie sabe cuando sufro, ni cuando lloro”.

“¿Ves esa cama mala así? Es porque estoy en construcción”, te explica y se acuesta. Al lado, otro colchón lleno de finos tejidos que espantan la soledad. “Es un arte que tengo de nacimiento, hago baticas de niña, mediecitas, nasobucos, carteras para celulares, todo tipo de tejido”.

A lo lejos asoma la noche. En el techo, unas diminutas luces, que no siempre han estado allí, anuncian más claridad: “Ahora me hicieron esa instalación con esas lucecitas que me alumbran más o menos, pero aquí he vivido sin corriente, me alumbro con lámparas, mechones, to’a una vida he vivido así, antes no había corriente, ni había de nada y la gente vivía, nosotros mismos vivíamos en una nave, en un rancho por allá por los careneros cuando éramos chiquitos”.

La soledad y las noches están ahí, aunque a esta mujer le cueste verlas: “Un día no, a veces en meses no viene nadie, ni pescadores, cojo el monte, a hacer sal, carbón, a sembrar tabaquito, pero no me quedo sin hacer nada. El día no me alcanza para trabajar ni la noche tampoco, a veces me acuesto a la una o las dos de la mañana y a veces estoy despierta a las seis de la mañana. Vivo y muero conectada con Radio Sancti Spíritus, soy fanática, enferma, oigo todos los programas y lo que yo sé, lo aprendí del radio. ¿La noche? ¡Ay, hija!, el viento ese de la tierra, el terralito como le digo, me siento ahí a tejer y que vengan días, que vengan días”.

Y suelta otra carcajada silvestre como su entorno. La escucha todo el monte, ese que ha puesto a prueba la entereza de esta mujer, que ha visto cientos de crecida de la presa Zaza sin inmutarse. “La presa cuando viene con fuerza pasa por aquí, pero aquí no toca nada, me he quedado en el medio muchas veces, lo que hago es acostarme a dormir hasta que la presa baja, cuando la alivian he estado aquí, normal, a veces sí me he tenido que evacuar porque mis hijos cogen la lucha, pero no le tengo miedo a nada, ni a nadie, pa’ mí no hay hombre guapo ni fantasma, tampoco”.

Otros ruidos le han sacado de su quietud: “Yo soy como soy, pero cuando hace años cuando estaba haciendo sal con mis hijos chiquiticos, las lanchas de Estados Unidos entraban y salían a media madrugá, les decía a los muchachos: Tírense pa’l suelo, calladitos, y esta cubana que está aquí era la que las informaba, eso nadie lo sabe, se lo estoy diciendo a usted ahora, tempranito iba pa’ Tunas a canalete, a remo, tenía miedo que les hicieran daño a mis hijos, pusieran una bomba o algo”.

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Un día no, a veces en meses no viene nadie, ni pescadores, cojo el monte, a hacer sal, carbón, a sembrar tabaquito, pero no me quedo sin hacer nada, comenta la mujer.

El chalán sigue allí como testigo. Y también para ayudarla a conectarse con el mundo, un mundo que le ofrece otras opciones, mas todas pierden frente a la épica de resistencia de esta mujer: “Ese es mi chalán —se sube remo en mano—, está malo y viejo igual que yo, pero me lleva y me trae, es guerrillero igual que yo”.

Lo prepara para salir a su otra casa, la de Tunas, y vuelven las preguntas. “Sí, yo tengo una casa buena en Tunas, con mi hija al frente y vive bien, pero me gusta estar aquí, mi hijo me trae el agua, el hielo, voy allá, compro las cosas y vuelvo, paso el río a canalete y canalete, o sea, remando yo solita, cuando llego allá la gente dice: ¡Eh!, llegó la alzá”.

Vilma ha visto otros mundos: “Soy ciudadana española, he viajado dos veces a Estados Unidos y una a España, pero, ¡uf!, incomodísima, entro por un lado y salgo por el otro, mi hermano me dice: Mira, ven por tres meses, pero qué va, por 18 días y huye pan que te coge el diente, pa’trás, porque no me gusta esa forma de vivir, esa trancadera, tengo un hijo en España que me tiene loca para que vaya, pero por ahora no voy, he pasado tanto trabajo y tanta necesidad que era para que hubiera dicho: Bueno, me voy a quedar en un país de esos por allá fuera, pero no me gusta, no es igual que aquí, no cambio a Cuba por nada ni por nadie en este mundo, mi corazón me dice que esto es lo mío, estoy rodeada de monte y esto me gusta más que Estados Unidos, a mí dame tranquilidad, paz y la  libertad de que cojo por ahí para allá y nadie se mete conmigo”.

La noche acecha sobre el cayo cercano a El Médano. El río Zaza va a su encuentro con el mar por la costa sur espirituana. El monte asoma sus ruidos y soledades. La lancha de Raymundo Madrigal Torres parte para devorar hacia atrás otros 3 kilómetros. En su vara en tierra a medio hacer, queda Vilma Pérez Baños, quien te vuelve a paralizar con su sonrisa de mujer, una sonrisa que me explica todas las preguntas de cuando llegamos a este pedazo de Cuba.

“Esto no tiene comparación con ná, no ha sido fácil por todo lo que he contado, pero lo he sacado de donde no la tengo, pero tengo salud, seguiré de pie y soy feliz, esta cubana, como pobre y lo que he pasado en la vida, me moriré así, tengo 58 años y aquí me pienso morir y cuando me muera quiero que me entierren aquí, no en el cementerio, el que venga dirá: Oye, ahí está Vilma, cuidado que va a salir”.

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