viernes, abril 19El Sonido de la Comunidad

Mi pasión por conducir y otros descalabros

3 choferzuelo cabaiguan

Por: José Miguel Fernández Nápoles

No creo que haya sido muy diferente a otros niños de mi época, e incluso a cualquier niño del mundo: porque nacemos con una marcada intención de conducir, manejar, como se dice en Cuba.

Una lata vacía de sardinas, podía ser convertida en un camión y hasta llevar un cargamento importante de piedras, tapadas con un pedazo de serón viejo.

Me encantaba hacer carretillas con dos latas vacías de betún de zapatos y un travesaño, para que se atascaran en el barro y así otra suerte de artilugios que la imaginación infantil convertía en grúas, tractores y todo lo que se moviera.

Fui uno de los pocos muchachos de mi pueblo que al terminar la primaria pude seguir, ya que el pasaje en las máquinas de alquiler costaba cuarenta centavos y no era fácil conseguirlos. En cambio yo tuve la suerte de ser el hijo de la peluquera.

En los viajes a Cabaiguán, no le quitaba los ojos de arriba al chofer y esa fue mi autoescuela más importante: Primero el embrague, luego poner la marcha y jugar con el acelerador y el embrague para que se pusiera en marcha.

Recuerdo que el panadero Atilano, que vivía cerca de donde nací, tenía un coche muy viejo allí detrás de su casa y yo pasaba horas sentado con el volante en la mano.

Un día Cholo dejó un camión cargado de maderos muy pesados en una cuesta que iba de la calle al aserradero y allí fui a practicar mis conocimientos. Parece que puse la palanca de cambios en neutral y cuando vi que aquello se movía, me tiré, estilo película del sábado. Resultado: el camión cargado embistió un tanque de agua que había y lo hizo polvo.

Cuando se lo dijeron a Miguel, se quitó el cinturón y ahí mismo desaprobé por primera vez en mi vida un examen práctico de conducir.

Otro día venía de bañarme en el río por la tarde y Maximino Miguelón había dejado su máquina en la puerta de entrada de la finca de Juán Rayón y amenazaba caer un diluvio de aquellos que acostumbraban por allá.

En aquellos tiempos no se cerraban con llave los coches, así que me metí dentro, lo puse en marcha porque tampoco se necesitaba llave y estuve todo el tiempo que duró el aguacero, practicando poner la marcha atrás y la primera. Me encantaba que las ruedas patinaran en el fango que se había formado. Me divertí mucho, pero… Siempre hay un ojo que te ve y una vecina le dijo al dueño que había visto por allí al hijo de la peluquera.

En el ejército obtuve el carnet de conducir, en el último intento, después que me suspendieran por segunda vez, bajo el juramento al examinador que yo no iba a conducir, sino que me hacía falta para que me subieran el sueldo. Y creo sinceramente que bastante hacía porque conseguir un coche para practicar, era poco menos que imposible.

Siempre me gustó mucho conducir lo que fuera. Siendo Presidente de un Consejo Popular en La Habana me “asignaron un Berjubina” y cuando me preguntaron si sabía conducir motos, dije: ¡¡Claro que sí!!

Me subí arriba de aquello, que por suerte, hacía un escándalo como un tanque de guerra y aceleré a tope, pero me puse nervioso y no tenía idea de cómo frenar, así que al encontrar una guagua que me cerraba el paso, me subí a la acera y si la gente no sale corriendo, habría sido el primer islamista de esos que atropellan gente.

Hoy en día, a veces mientras conduzco un maravilloso coche nuevo que tengo, juego a que soy aquel niño que soñaba y que aprender, casi le cuesta la vida.

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