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El Jimagua, Yumari y la covid que los separó

La de Jorge Carlos Hernández y Yumari González, más que una relación de profesor-alumna, fue una amistad que perdurará por siempre en los anales del deporte espirituano

No hubo competencia de Yumari, ni nacional ni internacional, que él no siguiera.

Por: Elsa Ramos Ramírez (Tomada de escambray.cu)

No hubo pedalazo de su alumna favorita que no siguiera, como tampoco medalla en que no estuvieran las marcas de quien la descubrió en un recodo de Cabaiguán hace ya más de 30 años.

Por eso, cuando hace unos días la covid le arrebató la sonrisa que llevaba siempre de guardia a Jorge Carlos Hernández, El Jimagua para todos, un pesar muy hondo le tocó el corazón a Yumari González Valdivieso, la multicampeona mundial del ciclismo cubano y espirituano que él ayudó a esculpir.

A kilómetros de distancia, en su hogar habanero, Yumari siguió paso a paso su enfermedad, albergó la esperanza de que su fortaleza lo pudiera salvar. O quizás su optimismo, como el que le inyectó siempre cuando ella encontraba algún obstáculo que se interpusiera en sus pedales.

Pero no. La covid y sus secuelas fueron inclementes, como con los miles a los que le ha segado la vida en estos tiempos. Se llevó a El Jiamagua y, con él, a un pedazo de esta mujer que no quería creer la noticia: “Tu no imaginas cuánto me ha dolido su partida”.

Lo peor es que sí, lo imagino, lo sé y advierto su dolor a través de la línea telefónica. “Ese día había salido a entrenar, a hacer 40 kilómetros, pero su vecina me llamó y me dijo que le había dado un paro. Me quedé así… y viré. No pasaron 20 minutos y me volvió a llamar para decirme que había fallecido”.

Entonces se derrumbó. Había seguido palmo a palmo sus ingresos por los centros de aislamiento y el hospital. “Me comunicaba constantemente con él, su esposa, llamaba al director del hospital, al puesto de mando de Salud, a todos lados para que lo ayudaran”.

Y hasta sentía su respiración jadeante. Supo de su lucha por superar la enfermedad. “Cuando empezó con la fiebre me llamó un martes como a las siete y cuarto de la mañana y me asusté porque casi nunca me llamaba a esa hora. Me dijo: ¡Ay negra!, dime quién tiene esas azitromicinas, porque si sigo así me voy a morir”. Entonces se entrelazó mucho más el puente que siempre existió y rompía los hilos de la distancia: “Le ayudé a conseguir su medicina y te digo más: cuando se puso más grave pedían por el tratamiento 25 000 pesos y le dije a la mujer: búscalo, supuestamente lo habían vendido, pero le pidieron 50 000 y estuve dispuesta a darlo. Pero todo fue en vano”.

La muerte, que lo arrebata todo, le quitó a Yumari la respiración. “No quise hablar con la esposa hasta por la noche, muchas personas me llamaron y no cogí el teléfono de nadie. A pesar de lo de la covid y las restricciones, dije que no iba a ir porque no quería recordarlo así. A mi hermana, que fue a la funeraria, le dije: Ni me mandes fotos ni nada”.

Quiso mejor recordarlo como lo que siempre fue: “Jimagua es como mi padre”, me había dicho Yumari allá por el año 2007, cuando fue campeona mundial y esa sentencia la arrastra hasta hoy. “Hablábamos todas las semanas, cada vez que voy a Cabaiguán iba a su casa, porque decían que era la hija que ellos no tuvieron”.

Lo entiendes mejor cuando rebuscas en las palabras de El Jimagua, a quien vi llorar varias veces cada vez que ella le colgaban sus medallas o cuando le regaló un cuadro con su foto. “Ella siempre ha dicho que soy su padre postizo, no sabes adónde me llega eso —me comentó en una entrevista que le realizara para Escambray en 2007 y aún conservo la imagen de su rostro enrojecido y sus ojos mojados—. Siempre ha existido una relación muy bonita, siempre hubo aquello de buscar mi consejo, de contarme cualquier problema”.

Y ahora ella también recuerda todo. No hubo competencia de Yumari, ni nacional ni internacional, que él no siguiera. Ni el estrellato de la gloria que conquistó en Juegos Panamericanos, Centroamericanos, Copas del Mundo, ni en sus participaciones olímpicas, hizo que su pupila dejara de mencionarlo en la lista de los agradecidos. “¿Qué quieres que haga? —me decía en aquella entrevista—. Me emociono mucho cuando ella me menciona, muchos cuando llegan a la gloria se olvidan de todo; este no es el caso, siempre tiene una frase de amor para mi trabajo, eso me compromete y me recompensa”.

Sí, porque para que esta inmensa mujer pudiera escalar hasta lo más alto del mundo, con un título de campeona mundial del scratch en el 2007 o, mucho antes, cuando en 1997 se convirtió en la primera campeona mundial juvenil de Cuba o el 2002 obtuvo en Monterrey el primer título de un ciclista cubano en Copas del Mundo, debió existir antes, mucho antes este Jimagua que se la arrancó a los arrabales de Neiva. “Era una cosita mala en una pista de atletismo, pero la imaginaba en otra pista y encima de una bicicleta. Tendría unos 51 kilogramos, más o menos”.

Su olfato lo llevó al riesgo, que le costó trabajo y kilómetros. “Siempre quiso ser deportista, condiciones físicas no tenía muchas, pero con 13 años tenía una voluntad de acero”.

Contaba en aquel dialogo que para esculpir el diamante mucha gente le ayudó en eso de saltarse las normas y los protocolos para que en la escuela Augusto César Sandino, de Cabaiguán, donde estudiaba la dejaran entrenar: “En contra incluso de lo normado para las escuelas en el campo, facilitaron que ella y un grupo de ocho niñas entrenaran ciclismo en lugar de ir al campo, aquello era medio escondido, medio autorizado, todo el mundo cooperó. Yumari estuvo dos años en el área y la subieron directo a la preselección nacional”.

Lo de padre traspasó los nichos genéticos. “Hemos tenido encontronazos —me confesaba— pero muy pocos; una vez en un entrenamiento le hice unas indicaciones y ella hacía otra cosa, le dije: Te voy a tener que botar, aunque seas la mejor, porque no quieres entender. Ella no dijo nada, después se me acercó y me dijo: Profe, disculpe, estaba equivocada”.

Pronto, muy pronto, llegó la recompensa, la primera de muchas. “Cuando iba para el Mundial Juvenil en el 97 tuvimos la aspiración de una medalla, pero no la veía con buen rendimiento. Ella lo notó y me escribió un papelito: ‘Voy a hacer lo máximo por una medalla’. Y fue campeona mundial, ahí tengo aún el papelito”.

Tras los pedales de Yumari, El Jimagua invirtió parte de su vida. Pocas veces erró un pronóstico, como cuando antes del Mundial de Palma de Mallorca en 2007 me adelantó un presagio: “Va a dar el palo, la gente me decía: Estás loco, oye Yoanka coge y Yumari no coge, aquí le gana y en el extranjero no. Pero estaba convencido y me decía: cuando sea de tú a tú, mi negra puede”.

Como su pupila, enfrentó al mundo: “Hay que tener calma, no soy su entrenador principal, pero la he seguido de cerca, la conozco, sé de su calidad, su empeño, su fuerza psicológica y eso me daba pie para esperar un resultado”.

Porque lo merecía como ninguno, desde España, Yumari hizo una encomienda que, de seguro, se llevó a su tumba: “¿Tengo que decirte cómo me puse? —me transmitió en aquel entonces—. En cuanto terminó, llamó a su casa y le dijo al esposo: “Tienes que ir en este minuto a casa de Jimagua, darle un abrazo y decirle que yo soy la campeona mundial”.

Quienes llegaron después de esta mujer, y fueron muchos, debieron beber de El Jimagua todo el anecdotario de Yumari, las referencias de su ejemplo. “Ella me hace sentir un hombre feliz, a todas mis atletas les inculco que sean como Yumari, ella le pone con todo al entrenamiento y en la competencia, como se dice vulgarmente, hay que matarla, es el clásico campeón”.

La covid le tronchó todo cuanto aún podía enseñar. Mas, no le pudo arrebatar el privilegio de pedalear en la gloria de la mano de quien le inmortalizó. Por eso, mientras Cabaiguán llora su partida, el dolor de Yumari rueda kilómetros para alojarse en el corazón inmortal de El Jimagua y siente que vuelve a cargar en hombros su bicicleta para espantar el fango de los trillos de Neiva de la mano de su profesor.

“Desde que era una niña y perdí a mi abuelo, nunca había perdido a ningún familiar tan cercano —lo dice y sus lágrimas, que escucho por primera vez de las tantas en que mis entrevistas han tratado de escarbarle, en vano, la emoción, ruedan y ruedan sin control—. Ha sido duro para mí, he tenido que ser fuerte porque tengo dos niños y estoy sola acá en La Habana. Hace unas noches me desvelé, estaba pensando en mi retiro y yo creía, quería que iba a estar. Solo sé que donde quiera que él esté, me va estar cuidando”.

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